sábado, 5 de junio de 2010

¡TE-RRE-MO-TOOO!


Sábado, 27 de febrero:

Un presentimiento fue el que me despertó y apenas un instante después vino a mí un ligerísimo temblor que confundí al principio con mis propios latidos. Pero no; al movimiento horizontal se le sumó un leve vaivén vertical, como si estuviera durmiendo nuevamente a bordo de una embarcación a merced de un oleaje perezoso. Eso fue como una señal para mí. Se me disipó el sueño y salté de la cama cuando el movimiento ya se hacía más intenso. Cuando la tierra da brincos es cuando las casas se vienen abajo, pensé.
Efectivamente, la intensidad del sismo aumentó sin cesar, acompañado de un estruendo horrísono. Mi experiencia en alta mar me permitió caminar sin tropiezos hasta la puerta de calle y abrirla, pues la sensación de avanzar sobre un piso que se sacude es muy parecida al de estar en una faena en cubierta con la mar embravecida.
Iba a salir a la calle cuando, al asomar la cabeza, vi cómo el cableado de los postes se sacudía y al entrechocar chispeaba con furia sorprendente. Los postes, como cañas a merced del viento, multiplicaban los fogonazos eléctricos furibundos e intensos hacían parpadear las siluetas de las casa, adornando la oscura madrugada con un espectáculo parecido al de una ciudad bajo bombardeo.
O me cae la casa encima o me electrocuto, pensé mientras calculaba la corta distancia que me separaba del espectáculo pirotécnico.
Al cortarse la luz y hacerse entonces esa legítima oscuridad de la noche, pareció que el tronar subterráneo aumentaba y los gritos de la gente se multiplicaron.
Yo, siempre atento a las paredes, contemplaba cómo el mundo se sacudía.
No le temo a los temblores; sólo a que alguna vieja pared me caiga en la cabeza .
Eso mismo que le enseñamos a nuestra hija.