sábado, 5 de junio de 2010

¡TE-RRE-MO-TOOO!


Sábado, 27 de febrero:

Un presentimiento fue el que me despertó y apenas un instante después vino a mí un ligerísimo temblor que confundí al principio con mis propios latidos. Pero no; al movimiento horizontal se le sumó un leve vaivén vertical, como si estuviera durmiendo nuevamente a bordo de una embarcación a merced de un oleaje perezoso. Eso fue como una señal para mí. Se me disipó el sueño y salté de la cama cuando el movimiento ya se hacía más intenso. Cuando la tierra da brincos es cuando las casas se vienen abajo, pensé.
Efectivamente, la intensidad del sismo aumentó sin cesar, acompañado de un estruendo horrísono. Mi experiencia en alta mar me permitió caminar sin tropiezos hasta la puerta de calle y abrirla, pues la sensación de avanzar sobre un piso que se sacude es muy parecida al de estar en una faena en cubierta con la mar embravecida.
Iba a salir a la calle cuando, al asomar la cabeza, vi cómo el cableado de los postes se sacudía y al entrechocar chispeaba con furia sorprendente. Los postes, como cañas a merced del viento, multiplicaban los fogonazos eléctricos furibundos e intensos hacían parpadear las siluetas de las casa, adornando la oscura madrugada con un espectáculo parecido al de una ciudad bajo bombardeo.
O me cae la casa encima o me electrocuto, pensé mientras calculaba la corta distancia que me separaba del espectáculo pirotécnico.
Al cortarse la luz y hacerse entonces esa legítima oscuridad de la noche, pareció que el tronar subterráneo aumentaba y los gritos de la gente se multiplicaron.
Yo, siempre atento a las paredes, contemplaba cómo el mundo se sacudía.
No le temo a los temblores; sólo a que alguna vieja pared me caiga en la cabeza .
Eso mismo que le enseñamos a nuestra hija.

21 de mayo, 2009.

Bueno, ya han pasado dos años desde que enviudé de Manena.
Pasé su aniversario y el publicitario día de la madre (sábado y domingo) en íntima zozobra.
Todavía hay momentos en que las emociones me embargan y lloro en silencio. Pero sólo de vez en cuando. Para ser sincero, la causa principal de mis abatimientos es la distancia a la que me veo obligado a vivir de Paloma.
He tratado de compensar esta carencia enviándole regalos a través de su hermano Javier, a saber sólo artículos deportivos que he ido acumulando para ella en estos últimos meses. Preocupación me produce no saber si su familia sanguínea le fomenta sus notables aptitudes atléticas. Un par de zapatillas, calcetas, bermudas y poleras aeróbicas, polerón y cortavientos ¡Ah, y un pañuelo para la cabeza! Todo de primerísima calidad y a la moda, por supuesto. Y no es que pretenda fomentarle la pasión por las marcas que harto mala me parece. Nada de eso.
Es que, aunque estoy convencido de que mi niñita se merece lo mejor, estoy más interesado en saltar el alto cerco que su entorno familiar ha levantado al rededor suyo.
Ya me lo había hecho notar su padre, Germán, quien me comentó que la abuela (como un verdadero dragón celoso) preguntaba con desconfianza por la procedencia de los objetos que le llegaban a la niña.
Y sólo se me ocurrió una manera efectiva para vencer esta resistencia basada en la hipocresía y es enviar siempre objetos de valor (obviamente, a ojos de esta gente, por marca y precio).
Talvez en algún momento duden de lo que han hecho con la niña, al privarla de quien le hacía, bien o mal, de papá.
Talvez claudiquen al sospechar que ahora tengo plata...